domingo, 24 de mayo de 2015

REFLEXIONES y RECONOCIMIENTOS; 25.05.2015: Reconnaissance for a Renaissance

Sometimes we live no particular way but our own
Sometimes we visit your country and live in your home
Sometimes we ride on your horses, sometimes we walk alone
Sometimes the songs that we hear are just songs of our own
--Jerry García and the Grateful Dead, 1974
Algunas veces, se vive de manera general para ti
A veces, se visita mi país para vivir dentro de mí
Otras veces, se va en mí caballo o camina sin mí
Entonces, las canciones oídas sólo son para ti

Resumen. La carta para esta semana no hará frente a la lucha libre entre anuncios nativos, versus márketing mediante contenidos. Tal discusión, aunque preparada, va a seguir en dos semanas, después de una carta sobre el quinto paso de la transferencia de tecnología.

En algunos momentos durante el año, deberíamos tomar un momento para pensar en el final de todas nuestras actividades y porqué se quiera vivir la vida. Este lunes de hoy, es el Día de la Memoria en los Estados Unidos de NorteAmérica. Las dos lecturas, a continuación, presentan pensamientos previos sobre este Día de la Memoria.

Reflexiones sobre un momento sagrado. Para mí, al menos, tengo un deber durante este día para meditar y darles gracias a tantos hombres estadounidense que han tenido el coraje para servir mi país, especial-mente en las guerras no populares. Los soldados son disciplinados pero casi nunca estúpidos. Saben cuándo una guerra no se apoya por la gente de vuelta a casa. 

 Sin embargo, sirven su país a pesar de los sentimientos de sus compatriotas. A continuación, se puede leer mis pensamientos con el tiempo, seguidos por dos lecturas para explicar este propio día y contar las experiencias de un estadounidense típico durante la segunda guerra mundial.
Summary. The essay scheduled for this week – a comparison between native advertising versus content marketing – is ready to go to press. It is postponed for two weeks; next week’s letter will be the regularly scheduled discussion on tech transfer (specifically, Step-5).

There are moments during one’s life and during the year when the time is right to take a step back and look at the life (s)he is leading and toward what end such a life is being pursued. This exercise is not intended as some existential treatise on my part; I am far too superficial for all that.

Reflections of an American holy-day. Today is Memorial Day in the United States. It is a sacred day for many Americans. My letter this week expresses my thoughts on this day of reverence as they have shifted over time. 

The readings for this week explain what the day is and its history, followed by an essay I wrote about a very brave relative, and his experience in the great and terrible Battle for Okinawa in the spring of 1945 with its fading reminders over time. 

This Memorial Day, I especially want to salute those soldiers over the last fifty years who served their country in unpopular wars. Theirs is a courage, only now appreciated by many.

El otoño de 1967.
Fue el aniversario veinticinco de la batalla del Mar de los Coralinos, cuando la Armada de los Estados Unidos, junto con aquella de Australia, había terminado la expansión japonesa hacia el sur. Fue un gran día en Sydney; yo había acabado de cumplir diez años. El portaaviones, el U.S.S. Bennington estuvo en el puerto, visitando desde la guerra en Viêt Nam, para celebrar este gran día.

Mi amigo y yo hemos remamos una lancha a través todo el puerto, casi matando a nosotros mismos dos veces en el proceso, para decir hola a los marineros norte-americanos. Yo era tan feliz porque estaba soñando del día cuando estaría en Viêt Nam, luchando para mi país.
Autumn  1967: Sydney. We had been living in Sydney for five months and I had just turned ten. In early May, a small flotilla of the United States Navy steamed into Port Jackson (i.e., Sydney Harbor) to mark the twenty-fifth anniversary of the Battle of the Coral Sea, won by the U.S. and Australian navies over the Japanese in 1942. My next door neighbor, an Aussie, double-dared me to join him in rowing a dinghy clear across the harbor, to Woolloomooloo Bay, to greet the Americans on the U.S.S. Bennington, an aircraft carrier in from the American Indochinese war. That day was a happy one for me because I dreamed someday of fighting in Viêt Nam, just like those sailors, just like my father’s first cousin, the Captain of the U.S.S. Oriskany.













El invierno de 1969.
Hace cuarenta-y-cinco años, estuve en mi nueva escuela. Mi familia había acabado de regresar a Pittsburgh desde Australia. Un día, para adular a mis nuevos compañeros de escuela (la mayoría de quienes eran desde familias contra la guerra trágica de Viêt Nam), hice una broma cobarde contra la destrucción masiva en Asia de la mano de mi país.

Un compañero, pronto mi amigo más íntimo y un amigo querido hasta hoy en día, empezó a llorar, casi sin auto-control. No supe qué había sido el problema. Esa noche, durante la cena, mi abuela me dijo que el hermano de este niño fue matado en la provincia de Quang-Tri (cerca de Viêt Nam del Norte) en la primavera de 1967. No olvidé nunca este día; todavía, lloro en silencio cada vez pienso en eso, aún en este momento.
Winter 1969: Pittsburgh.  It was forty-five years ago when I entered my favorite grade school – the fourth in my short life. By 1969, families sending children to private schools like mine had soured on the war in Asia. One day, in a frankly craven effort to fit in with my new class-mates, I made some snide remark against the war in Viêt Nam. Suddenly, a classmate started crying.

Of course, I felt terribly bad. No one explained to me what was going on. That classmate was soon to become one of my lifelong friends. That night, at my grandmother’s home, I found out that his older brother and the pride of his family – widely esteemed as one of the most eligible bachelors of my home-town – had died in combat in 1967, gunned down by the N.V.A. in Quang-Tri province, at the age of twenty-four, two years out of Princeton.

El verano de 1994.
Veinticinco años más tarde, me encontraba en la Francia por la primera vez en dos décadas. Estaba manejando un coche (de transmisión manual, ¡por la primera vez!), y era ocupado en un esfuerzo espontaneo para arruinar relaciones franco-estadounidense por cincuenta años. Mi deseo consciente había sido solamente a visitar mi lugar favorito sobre esta tierra: la abadía benedictina, Le Mont Saint Michel. Como estaba manejando desde Caën a través de la Normandía, miré muchas muestras en colores rojo, blanco y azul que se leyeron: “Bienvenue a Nos Liberateurs”.

Entonces, decidí que debería visitar el cementerio militar estado-unidense cerca de la playa sangrienta: Omaha Beach del seis de junio de 1944. Como San Pedro lo hizo, aparté la vista y lloré amargamente. Puedo recordar, especialmente, esas piedras sepulcrales que dijeron, “Aquí descansa en una gloria honrada un compañero en armas conocido sólo a Dios.” Me dije, en silencio, “Nunca sabré su nombre, frère américain. Sin embargo, que Dios me perdone si me olvida su sacrificio, jamás.”
Summer 1994: near Saint Lô, France.  After wrapping up a two-week business trip to Switzerland, I took a long week-end in France; it had been twenty years, and I desperately wanted to return to that place of carefree solitude, the medieval monastery, Le Mont Saint Michel. As I drove through the countryside that sunny day, I saw many crest-shaped signs in red, white and blue welcoming the liberators of June 6, 1944, the beginning of the great and terrible battle for France. The Benedictine abbey would simply have to wait.

Turning away from Le Mont Saint Michel, I drove to Omaha Beach and walked along it, wondering how those young men half a century before had managed to make that climb up that considerable hill, loaded as it had been with machine guns and Nazi artillery. Next, I went to the American Cemetery. What caught my attention were those marble grave-stones, without names for soldiers who had fallen without identity. Over and over again I could only whisper to myself as I saw each such grave, “Though your name shall never be known, God help us all if you are ever forgotten.”

El otoño de 2004.
Yo había sido en Bagdád por algunos meses cuando visitaba el hospital militar con oreos u otras galletas para dar a los soldados heridos. Más importante, tenía conmigo un teléfono celular que podría alcanzar a los U.S.A. u otros países para que los heridos pudieran llamar a sus familias preocupadas.

Solo esos soldados quienes no fueron demasiado heridos – o, como iba a aprender esta noche, más allá de esperanza – estuvieron en este hospital; aquellos con heridos graves serían transportados a Alemania con facilidades más avanzadas de cirugía. Esta noche fue diferente. La enfermera del ejército tan linda fue tan linda, como siempre, pero era muy desconsolada, como nunca, este viernes.

Le pregunté a ella cuál fue el problema. Una docena de soldados estado-unidenses fueron heridos pero irían a sobrevivir, con manos quemados. Sin embargo, el chofer del camión – lo cual se había golpeado por una bomba, ocultada al lado de la calle – no iría a sobrevivir. Decidí inmediatamente visitar su habitación para dar mis respectos y oraciones para él.

Primero, daré mi teléfono a la enfermera para tocar las teclas de parte de los heridos para que pudieran llamar a sus familias. En andar a la habitación del soldado moribundo, un ‘soldado primero’ de la Infantería de Marina, yo había asumido que su cuerpo sería desmembrado y mutilado. Pero, no fue; el Lance Corporal Johnson parecía bien como un joven típica-mente americano que estaba durmiendo tranquilamente.

Fui sorprendido. Pregunté al doctor si estaba verdaderamente muriendo ya que él pareciera, tan sano, tan entero allí. Sí, el doctor me explicó; el soldado, con ningún día más de veinte años, estaba muriendo lentamente desde la hemorragia interna. Me sentí tan impotente que yo había durante los momentos finales de ambos de mis padres.

Al menos, el joven no estaba sintiendo mucho dolor. Este Lance Corporal Johnson – como tantos otros  estado-unidenses clásicos desde muchas generaciones – había reaccionado instantáneamente cuando la bomba había explosionado. Sin hesitación y con una mente clarísima, él había maniobrado el camión de manera oportuna para salvar sus doce compañeros, pero, al costo de su propia vida. Ahora, aquí estuvo acostado, muriendo, mi compatriota valiente.

Después de haber llamado a sus familias, los otros soldados, se dieron cuenta que el Lance Corporal Johnson no iría a sobrevivir. El soldado con la personalidad más fuerte repetía a menudo, “El Marine, no va a sobrevivir” o “El Lance Corporal, no va a continuar.” Todos estaban muy tristes a causa del destino doloroso del hombre que les habían salvado. Me sentí completa-mente inútil.

Hasta ese momento cuando pedí a Dios (en lo cual no creo completamente, excepto en circunstancias como éstas), “Dios, ¿qué puedo hacer?” Inmediatamente, me di cuenta que los soldados sintieron lo mismo que yo. 

No tenían el uso de sus manos, ya que las suyas se habían vendado. Por lo tanto, me acerque a la enfermera para tomar un lápiz y papel. Así, me senté con cada soldado para escribir sus pensamientos de gratitud para su camarada caído.

Por lo tanto, la familia de Lance Corporal Johnson conocería, siempre, lo que su hijo heroico había hecho para preservar las vidas de sus compañeros. Tal vez, la mejor acción que he hecho en mi larga vida. 
Autumn 2004: Baghdad. Once I had settled into my work as a civilian advisor to the national police department, I had started visiting Combat Support Hospital (pronounced as the ‘CASH’) armed with my cell-phone and a bag of cookies. The cell-phone was the prize because it enabled the injured soldiers to call their loved ones and let them know they were okay.

In actuality, that CASH was a triage station for the moderately or mortally wounded only. Severe cases with a decent chance for survival would be med-evacced out to Wiesbaden, Germany. That day, my buddette, a beautiful young nurse, almost always so enthusiastic to see me come in, had no spark, no life in her.

Presently, I asked her what was the matter. A dozen soldiers of the United States Army had been injured when a road-side bomb had exploded and sent a fireball through their compartment. The squad was alright; they had burned hands and other slight burns, all of which were expected to mend completely.

The driver of the transport truck, however, a young Lance Corporal of the United States Marine Corps, had been mortally wounded. When that hidden explosive had detonated, that young Marine’s reaction – instinctive and, therefore, a clear marker of his character – had saved his fellows at the imminent expense of his own life.

Surprisingly, the young Lance Corporal, Johnson, had not one scratch as lay there, by every appearance, sleeping serenely; surely, he would be throwing a baseball around with some buddies in the a.m.

So, I asked the doctor if this was actually the young man who was dying. The attending physician said yes and I wondered how this could be; this All-American kid, probably from a small town in the great middle of the Republic, was twenty years old, at most.

Lance Corporal Johnson had a girl back home, praying for him every night as she went to sleep; he had a mom; he had a dad; he had family. It was evilly unfair that he should never see them again. His clarity of thinking and his grace under pressure had led him to an early demise. How insolent fate can be in its irony.

The Army squad members had finished with their calls home. Now they realized that the ‘damn Marine’ who had saved them would never wake up to accept their gratitude and give them a hard time for being 'just Army'. The squad leader kept moaning lightly, over and over again, “The Lance Corporal’s not gonna make it.”

For a moment, I felt useless. Instantly, a thought came, more like an intuition. Quickly, I walked over to the nurse. She was still sinking into her sorrow. I asked her for a tablet and pencil. Then I took these things and called the men together and suggested that I write down their thanks and gratitude and feelings for the compatriot they would soon leave behind.

At least the Lance Corporal's loved ones would have these words of grateful remembrance, echoing a sincerity few can ever know, with them in the mournful months and years ahead. After all, with bandaged hands, the Army soldiers could not do it themselves.

That took a good long while through many tears openly shed from American servicemen far braver, far greater, than I. After proof-reading the quotes and descriptive text, I walked it over to the Doctor and asked that this testimonial be included with the Lance Corporal’s personal effects sent to his family, who would be receiving the crushing news soon enough. The doctor smiled; he was grateful.

El verano de 2010
Yo era casi listo para salir de Afganistán para regresar a los U.S.A. por descansar en las montañas Adirondaks en el Estado de Nueva York y, luego, para ir a México para servir mi país una vez más. Yo iba a cumplir un sueño de muchos años para ser un cooperante del Cuerpo de Paz.

Desafortunadamente, una patrulla del ejército se había emboscado; tres soldados fueron asesinados por el Talibán. La base militar – el equipo de reconstrucción provincial – tenía  un servicio en memoria de estos tres jóvenes valientes. Yo no podría hacer un saludo formal ya que soy un civil.

Sin embargo, cuando oí el himno nacional alemán, puse mi mano sobre mi corazón, como lo había hecho durante los servicios para varios soldados norteamericanos. Esos soldados muertos del ejército alemán fueron mis hermanos, también; tuve un deber de honrarles como hombres valerosos que habían hecho el sacrificio último para que otras personas -- a quienes no conocieron -- sufriendo en pobreza y terror, ahora tendrían una oportunidad para dejar una mejor vida para sus niños.
Summer 2010: Kunduz. Prior to my departure from Afghanistan to serve in México with the Peace Corps, a military patrol had been hit hard by the Taliban. Three soldiers had been murdered while on a foot patrol. The military base held a memorial service for those honoured dead. As a civilian official stationed in the field, I could not salute the dead men.

As a small military band played “Deutschland Über Alles”, while my colleagues sang their country’s melancholy and almost mystical national anthem, you had better believe that my hand was over my heart, just as it had been for those fallen American boys over the years. After all, these dead soldiers of the Bundeswehr had been my younger brothers in uniform, too. Plainly, I had a duty to acknowledge their bravery and their sacrifice for the benefit of others.

Those others, among the wretched of the earth, had known only terror, poverty and early, painful death. These younger brothers in uniform, who spoke a different language, gave these people hope of better days, eventually, for themselves and, more importantly, their children now back in school.
Los clips de "Todo Tranquilo sobre el Frente Occidental" (1930)  y "Cartas desde Iwo Jima" (2006)
 https://www.youtube.com/watch?v=mw96cSYo9dU soldado alemán con el francés muerto
Clips from "Letters from Iwo Jima" (2006) and "All Quiet on the Western Front" (1930) 

Hoy en día, 2015
Como los santos de Dios de la iglesia episcopal, hay muchos norteamericanos honrados entre nosotros no tan famosos. Tenía el privilegio de conocer a muchos en Afganistán e Irák.

Me duele mi corazón por sus sufrimientos; han dado tanto a mi querido país. En los U.S.A. ahora, oímos mucho sobre la generación más grande: aquella que lucharon en la segunda guerra mundial.

Sin embargo, esta generación del ciudadano-soldado estadounidense ha servido en dos, tres o aún cuatro turnos de servicio en guerras sin la respalda de sus compañeros en situaciones muy peligrosas (ya que los enemigos parecían idénticos a los civiles).

En este día, entonces, espero que todos nosotros tomemos un momento profundo para ellos, aunque muchos de nosotros lamentan, al menos, la guerra iraquí. Sin embargo, los soldados estadounidenses sirvieron de manera valiente para ganar el campo en ambas guerras a pesar del desperdicio de la victoria por algunos en Irák y Afganistán después.
Memorial Day 2015: Tijuana. Back in that grade school in 1969, we had a favorite hymn, “I sing a song of the saints of God”. The Episcopalians got it right: there are saints in everyday places, all around us – perhaps even we are saintly ourselves once in a while.

Looking back over those years in Afghanistan and Iraq, I have been privileged to know many everyday heroes that largely came from smaller American towns. My country rightly venerates those few veterans from World War II as part of the ‘Greatest Generation’.

On this Memorial Day, I wish also to take a minute to salute all those who served in unpopular wars, especially those in the most recent two wars and often serving two, three or four tours in places where they knew not who was good and who was evil, until – too often – bullets or explosions came their way.

There was little that was glorious about these more recent conflicts, which makes the professionalism of these American soldiers in never giving up – and their sacrifice in always showing up – all the more, well, glorious.

Idos pero nunca olvidados
Gone But Not Forgotten
EATING QRO: ARTÍCULOS DE NEDDY
McDonnell III, Edward CFA PMP; el 31 de mayo de 2013
La lectura para esta semana se dirige a un día importante en el calendario de los U.S.A., el Día de Memoria.  Esta fiesta estado-unidense es uno de dos tales días dedicados a los soldados del pasado o quienes ahora en un lugar peligroso en servir a la República estadounidense. 
This week’s reading focuses on an important day in the American calendar, Memorial Day. This holiday – truly, a holy-day – represents a dual-remembrance of those soldiers in my country’s history who died in combat and of those in harm’s way today in service to my belovèd Republic.

En noviembre, se observa el Día de Recuerdo que corresponde a la fecha del armisticio para terminar los combates en Europa de la primera guerra mundial.  La esperanza inicial del día era para recordar a la humanidad que esta primera guerra mundial, tan llena de horror, sería la última.  No era verdad entonces; no es verdad ahora.  Sin embargo, este Día de Recuerdo pretende honrar a los veteranos vivientes de las guerras, de reciente pasado.
In November is a similar holiday, Remembrance Day, which corresponds to the end of the Great War (i.e., World War I). The hope for that Remembrance or Armistice Day had once been that all such terrible slaughters had ended, forever. Sadly, that proved not to be true then, nor is it true even today. That national holiday in November honours all veterans who have served the United States. As always, I salute their service to my country.

De otro lado, el Día de Memoria, se empezaba al fin de la guerra civil estadounidense entre 1861 y 1865, un evento tan traumático que su imprimátur todavía perdura ahora en la psicología estadounidense. Esta guerra resolvió la naturaleza de la nación estadounidense y terminó la institución vergonzosa de esclavitud. Dicha lucha sangrienta mató a más estadounidenses (de ambos ejércitos regionales) que la agregación de todos los muertos de guerra norteamericanos desde entonces.
For its part, Memorial Day began at the conclusion of the Great Civil War of the United States, from 1861-1865, in which more of my fellow Americans died than every other war put together; the war between the states left a permanent scar on the American psyche. That war resolved the split personality of the Republic in favor of a unified whole rather than a league of independent states. The torrent of American blood swept away the shameful institution of slavery, fifty-plus years after Hidalgo had banned it México.

Estas personas quisieron mostrar su gratitud para los soldados muertes que habían sacrificado todo para que los negros del Sur pudieran gozar de sus derechos naturales (es decir, aquellos conferidos por Dios). Es porqué el Día de Memoria se llama “El Día de los Caídos”: para consagrar los sacrificios de estadounidenses matados en guerras pasadas.  Entonces, la primera traducción se escribía hace veinte meses sobre el diez de septiembre de 2011, como parte de una serie de tres discusiones para recordar el décimo aniversario el ‘día de ignominia’: el once de septiembre 2011. 
Those young men died, wearing the Blue of Union and totalling 360,000 in all, so people they would never know would be afforded their natural rights. So, too, did a great many die in World War II so that Europeans, especially of Jewish heritage, might be secure in their natural rights again. There is an ambivalent glory in their deaths – young lives were snuffed out casually like candles at the end of a sit-down dinner – but there is eternal greatness in, and a lasting gratitude for, their sacrifice. The translation that follows is a letter home to ‘friends and familiares’ on September 10, 2011.

El diez de septiembre 2001
The Tenth of September 2001
LETTERS TO FRIENDS AND FAMILIARES: #40
McDonnell, Ned; el 10 de septiembre 2011
Durante los dos últimos días había estado ocupado, en recoger a mi hermana y una prima en el aeropuerto de Detroit-Metro, así como en prepararme para el funeral de mi tío, el sargento Henry McDonnell, prevista para la mañana siguiente. Yo había estado en Detroit durante unos días porque visité a mi tío en el final de su vida de ochenta-y-tres años y para darle las gracias por ser un buen tío y un excelente padrino y para decir adiós. Por supuesto, y de nuevo, me gustaría aparecer en lugar de mi padre, esta vez para honrar su hermano querido.

El ritmo de preparación, finalmente, se había tranquilizado durante la segunda noche de la visitación en una funeraria local. Hacia el final de la noche, me tomé un momento para mí de mirar el retrato de la foto de mi tía Marion y el tío Henry en su día de boda. Ya ha transcurrido una década, el calendario de eventos han revuelto desde la memoria hasta el significado, a partir de la secuencia hacia la significación. Parecían jóvenes, tan atractivos, aún expectantes - hicieron mi tía Marion y el tío Hank.

Años más tarde, me gustaría ver una escena en la película, "Cartas desde Iwo Jima", en la que Sam, el herido mortalmente soldado de los Marines de los Estados Unidos, hablando con el coronel japonés que le estaba consolando con la última de la morfina disponible. Sam le preguntó al oficial, "¿Es usted alguien famoso?"

Dentro de tres años del descanso final de Hank McDonnell, yo pasaba varias horas en el hospital de combate en Bagdad, Irák, en visitar a otro joven soldado muriendo de los Marines de los Estados Unidos, Lance Corporal Johnson, mientras lentamente se alejó de los médicos que habían intentado todo lo posible para asegurar a este joven una vida plena. El escuadrón de infantería del United States Army, a quién ese joven les había salvado sin ayuda de nadie, con la singular virtud de sacrificio, se estaban sufriendo. La suya no era  la gloria del combate en esa habitación, pero una profunda mezcla fuerte muy humana de la culpa, la gratitud y el duelo amargo.

De verdad, la maravilla de Sam en esa cueva remota en 1945 me perseguía ahora seis años antes de la película de Eastwood brilló en las pantallas de cine. Se puede ver, el sargento Hank. McDonnell, que él se parecía mucho a Sam (y, seis décadas más tarde, a Lance Corporal Johnson). Hank había aprendido a hacer lo correcto - y así lo hizo al unirse al Ejército de los Estados Unidos como un sargento, recién salido de la universidad. Las diferencias fueron dos. Hank McDonnell había sobrevivido y se había disparado a sobre la playa, no de Iwo Jima, pero de Okinawa, durante esa misma primavera, llena de sangre de los jóvenes, de cincuenta y seis años antes de 2001.
Things had been busy for the preceding couple of days, picking up my sister and a cousine at the Detroit-Metro Airport as well as getting ready for the funeral of my Uncle Henry McDonnell the next morning. I had been in Detroit for a few days because I had visited my uncle at the very end of his life to thank him for being a good uncle and for being my godfather.

Most of all, I was in Michigan to say good-bye. Of course and again, I would show up in my father’s stead; this time for his belovèd brother.

The pace of preparation had finally slowed during the visitation at a local funeral home. Toward the end of the evening, I took a few moments for myself to look at the photo portrait of my Aunt Marion and Uncle Henry on their wedding day.

Since a decade has elapsed, the timing of events has scrambled from memory to meaning, has migrated from sequence to significance. They looked young, lovely, expectant – my Aunt Kit and Uncle Hank did.

Years later, I would watch a scene in the movie “Letters from Iwo Jima” with Sam, the mortally wounded United States Marine, speaking with the high-born, truly noble, Japanese Colonel who was comforting him with the last of the morphine available. Sam asked that officer, “No kiddin'? Yeh-you somebody famous?”

Within three years, I would spend several hours in the combat hospital in Baghdad, Iraq, watching over another young United States Marine – Lance Corporal Johnson – as he slowly slipped away from doctors who had tried everything to assure this boy a full life.

The infantry squad whom that young man had saved single-handedly, with singular virtue and sacrifice, were hurting. Theirs was not yet the glory of combat in that room but the very human mixture of guilt, gratitude, grief.

Indeed, Sam’s wonderment in that cave in 1944 haunted me now, five or six years before the Eastwood film flashed across the screens. You see, Hank McDonnell was much like Sam. He had learned to do the right thing – and he did so by joining the United States Army, fresh out of college, eventually becoming a sergeant.

The differences were two. Hank McDonnell survived; secondly, he was gunned down on the beach of Okinawa, not Iwo Jima, during that very bloody Spring of fifty-six years before 2001.

La escuadra de Hank no había avanzado mucho en esa playa cuando vio la cabeza de su hombre de las comunicaciones se destrozó un metro de él, bajo el fuego enemigo. Hank pronto siguió a su compañero, golpeando la arena con tres balas en su interior. Probablemente estaba muriendo y no podía moverse. Durante horas yacía allí en esa playa. Durante horas, oyó los ruidos sordos de balas golpeando la arena a su alrededor. Hank rezó a un Dios para en quién habían sido indiferente hasta unos momentos antes y, a través de la valentía de campo de batalla de los demás, él vivió.

Dicho coraje, tal vez innata o tal vez la gracia del momento, estableció a Hank McDonnell encima de la mayoría, y aparte de casi todo el mundo. Mi tío Henry tomó la imagen de un amigo cortado salvajemente -- de la espera de su turno para morir -- dentro de él por el resto de su vida. Siempre bailando por mi mente, mis recuerdos rápidamente vagaron por delante hacia la tranquila celebración del octogésimo cumpleaños de Henry McDonnell en Tucson, Arizona en 1998. Como yo había hecho durante los cuatro años anteriores después de su muerte no oportuna, me estuvo asistiendo en el lugar de mi padre.

Mi regalo de cumpleaños para esta ocasión era un sobre delgado, al igual que aquello que había contenido la carta de rechazo que Hank había recibido de la Universidad de Yale cuando él se estaba graduando de la preparatoria de Philips Academy (Andover) en los años treinta; yo sufrí la misma puramente adolescente agonía cuatro décadas más tarde, en la Choate School. ¿Un sobre? ¿Y uno delgado? No mucho. Sin embargo, Henry McDonnell había ganado todo lo que yo podía permitirme el lujo de comprar que él podría valorar.
Hank’s squad had not made much headway on that beach when he watched the head of his radio-man shatter, just a feet away from him, under enemy fire. Hank was soon to follow, striking the sand with three bullets inside him. He was probably dying and he could not move.

For hours, it seemed, he lay there on that beach. For hours, he heard the dull thuds of bullets hitting the sand around him. Hank prayed and, through the battle-field courage of others, he lived.

Such bravery, perhaps inborn or perhaps the grace of the moment, set Hank McDonnell above most, but also kept him apart from almost everybody. Apparently, war does that to many of the survivors.

My Uncle Henry took that image of a friend severed savagely, of waiting for his turn to die, with him for the rest of his life.

Only on the day following his death did I learn about what Hank McDonnell had seen, and survived, that crushing day so long before.

Dancing as they do, my memories quickly shifted ahead to the quiet celebration of Henry McDonnell's eightieth birthday in Tucson, in 1998; I showed up in the stead of my father.

My birthday gift for this occasion was a thin envelope, much like the one containing the rejection letter Hank had received from Yale when he was graduating from Andover; I suffered the same tritely teen-age agony four decades later at Choate. 

An envelope? And a thin one? Not much. But Henry McDonnell had earned everything I could afford to buy that he might value.

Después de una cena de bajo perfil con la tía Marion, mi primo Peter, y su realmente magnífica esposa, Paula, le di mi regalo al tío Henry y contuve la respiración, deseoso de dar una buena impresión. Tío Henry abrió el sobre quizá molestado que yo le había dado sin convicción ochenta dólares, por cada uno de ochenta años. Leyó el formulario-carta de uno de hicieron mi héroes, el senador Robert Dole, dándome las gracias por una contribución de mil quinientos pesos - en honor del sargento Henry Egglesoe McDonnell, Jr – hacia la construcción del Gran Monumento de la Segunda Guerra Mundial en Washington, D.C.

Hank McDonnell acogió ese regalo: me había hecho a mi padre orgulloso. Dos meses más tarde, en una reunión familiar mucho más amplia para celebrar 'oficialmente' el cumpleaños del tío Henry, me encontraba solo, saliendo del baño, cuando Hank McDonnell, a punto de llorar como la noche cuando había dicho adiós a su hermano 'chico', apenas unas horas antes de que mi padre se había ido, dijo, en lo que me sonaba como un tono severo, "Ned, ven aquí."

Ansioso como siempre y más que un poco inseguro, vi a mi tío alcanzar en un cajón y sacar una caja con tapas de cuero, del tipo que tiene el forro de terciopelo azul real, por lo general contiene joyas. En abrir la caja, Hank McDonnell me mostró sus medallas: una estrella de bronce y un corazón púrpura y otro que no reconocí. Sus palabras eran apenas audibles, "Rara vez he mostrado estos, Ned, pero yo quería que los veas."
After a low-key dinner with Aunt Marion, my cousin Peter, and Pete's truly magnificent wife, Paula, I gave my gift and held my breath, anxious to make the right impression. Uncle Henry opened the envelope, perhaps annoyed that I had lamely given him $80 for eighty years.

Uncle Henry read the form-letter from one of my heroes, Senator Robert Dole, thanking me for a $100 contribution -- in the honor of Henry Egglesoe McDonnell, Jr -- to the World War II Memorial, then beginning construction in Washington, D.C. Hank McDonnell welcomed that gift. I had made my father proud; that is a big deal for those of us who are Irish.

Two months later, at a much larger family reunion to celebrate Uncle Henry’s birthday, I happened to be alone, walking out of the powder room, when Hank McDonnell, as close to crying as the night he said good-bye to his ‘kid’ brother (just hours before my father departed four years before), said, in what sounded to me like a stern tone, “Ned, come here.”

Anxious as always and more than a little insecure, I watched my uncle reach into a drawer and take out a square, small leather-bound box, the type that has the royal blue velvet lining, usually containing jewelry.

Opening that box, Hank McDonnell showed me his medals: a bronze star and a purple heart and one other I did not recognize. His words were barely audible, “I have hardly ever shown these, Ned, but I want you to see them.”

El anuncio hecho por el hermano de mi tía Marion, un sacerdote episcopal de muchos años en Carolina del Sur, que lideraría un tiempo de oración en honor a mi tío, me sacó de ese sueño de algunos momentos. Que un sacerdote episcopal - el hermano de mi tía - exhibiera la gracia para honrar el catolicismo de Henry McDonnell mediante un rosario me hizo darme cuenta de que Hank había sido muy afortunado. La riqueza de la familia de su esposa de más de cincuenta años resultó ser tan real como lo había sido evidente.

Después de las oraciones, mi hermana y yo estábamos caminando fuera de la sala de visitación para volver a nuestro hotel, ya que los fuertes sentimientos de los últimos días me había dejado cansado. Mi querida prima, Nancy McDonnell, que había gozado - como su padre - un gran éxito en los negocios y que, de nuevo como Hank, entendía la importancia de una reserva personal, se quedó cerca de la entrada, completamente solo por un momento. Mi intención había sido para ofrecer a Nancy un paseo al aeropuerto después del funeral, no solo para ser gentil, sino con la esperanza de que ella pudiera decidir por mí si yo regresaría a Manhattan mañana, el once de septiembre de 2001, o esperar hasta el doce.

En cambio, ella se quedó allí, con los ojos hundidos en el dolor de una hija. A pesar de mi estúpida mirada de Charlie-Brown por no tener las palabras propicias para decir lo que debería decir, Nancy McDonnell me miró, hizo una mueca de sacudir la cabeza sutil-mente, y dijo:

“Ya sabes, Ned, esto es el final de una época.”
The announcement of the brother of my Aunt Marion, an Episcopal priest of many years in South Carolina, that he would lead a time of prayer to honour my uncle, snapped me out of that momentary reverie.

That an Episcopal priest – my Aunt’s brother – would exhibit the grace to salute Henry McDonnell’s Catholicism with a Roman prayer made me realize that Hank had been very fortunate. The wealth he had married into turned out to be as real as it had been apparent.

After the prayers, my sister and I were walking out of the visitation room to return to our hotel, since the emotion of the past days had left me tired.

My cousine, Nancy McDonnell, who had – like her father – succeeded in business and, much again like Hank, understood the importance of a personal reserve, stood near the entrance, briefly alone.

My intention had been to offer her a ride to the airport after the funeral, hoping that she would somehow decide for me whether I would head back to Manhattan tomorrow, the eleventh, or wait until the twelfth. It was September, a pretty slow time of the year in my line of work.

Instead, she stood there, her eyes deep in a daughter’s grief. Notwithstanding my stupid-ass Charlie-Brown look of not having the words to say what I should be saying, Nancy McDonnell looked at me, winced in shaking her head subtly, and said,

“You know, Ned, it’s the end of an era…” 





























































































































































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